¡Quién lo hubiera pensado! Debajo de ese montón de carne, o más bien, en el interior de ese montón de carne, había un corazón (o lo que sea que nos permite sentir, soñar, querer) enamorado.
Todos sabían que era divertida, sí. Y una gran mujer. No sólo por lo grande de su anatomía, sino por aquello de los sentimientos. Se enternecía casi por cualquier cosa. Apoyaba causas nobles y desesperadas. Estaba allí para cualquiera que necesitara de un hombro para llorar, o de un poco de pan y vino para mitigar el hambre y la sed, materiales o de justicia.
Era una gran mujer, no cabía duda. Si tan sólo no fuera gorda.
Aunque ser gorda no era lo grave. Tener un cuerpo a todas luces superior, con todas sus demandas, no es ni en un principio el mayor de los problemas.
El problema es quererlo, que es muy distinto de aceptarlo. Querer esa visible diferencia. Pasearla con orgullo. Defenderla. Ése es el verdadero reto.
Y ella lo supo ese día.
Fue de improviso. Sin ningún aviso, sin nada que la alertara.
Un latidito en el corazón. Diferente. Profundo. Inquietante. Y después ese revuelo intermitente y alocado en la sesera, con todas las ideas pies por cabeza. Y el vacío demandante en el vientre, con sofocos y demás. Y la sonrisa de él que ensanchaba la devastadora confusión, y su mirada genuina y su encrespado copete. Y ahora el galopar incoherente de sus sentidos exigiendo las promesas vislumbradas...
Extendió cuanto pudo el día, inventaba en vano posponer el enfrentamiento. Tarde o temprano se verían las caras, lo sabía. Y el espejo tendría la última palabra, como había sucedido antes: sería despiadado, cruel, incluso vengativo. De nada serviría la tregua que había pactado, la aceptación de su terrible corpulencia, porque la desnudez era inevitable.
Y poco a poco, tras encender las velas enamoradas y rodear el ambiente de música y flores y vinos semi ásperos, mientras dejaba caer, con lentitud y una a una las prendas que la vestían, temblando un poco por la emoción, la excitación y el deseo, comprobó que había triunfado sobre el reflejo.
Elsa Beatriz Garza